jueves, 30 de agosto de 2018

なに • 你呢

Contaba la leyenda de una niña
que camina por ahí con un sentimiento
que no se resuelve en saber.
Destila del mundo colores sin nombre
y pinta emociones para las que no existe palabra.
Ella vive entonces sin saber
que la gracia que irradia es el resultado
no tan solo de la naturaleza divina
de su ancestral origen sino además
una amalgama forjada con el amor que emana
de sus talones en cada paso que da,
de sus palmas y piel en cada caricia
que compartió con Dios y dedicó a la vida…
Yo cierro los ojos para que me pueda ver,
abro las cortinas para que me añore.
Agito los arboles por donde anda para que recuerde,
azoté las paredes de su casa para que no me olvide.
Tormentas que no necesitan entender de leyendas
purifican todo espacio donde ella desee abanicar sus alas,
chubascos cósmicos invocados con chicote y sin rienda
por aquel protector mitómano sumergido en salina calma.
En descuido y en vigilia me deslizo
por el navegable estrecho de su ventanal.
Alboroto la pólvora del tocador
e invado el continente de su descanso
por la peninsula del olfato.
Vivo en sus manos ordenadas ansiosas de mi,
respiro por azar y súplica de sus dedos creativos,
y revivo del vapor marino que emerge omnipresente
de su litósfera conquistada por nuestro calor transatlántico.
Cada avanzada un temblor suboceánico.
Catástrofe de vecindario, milagro ecológico.
Cualquiera quedaría corto al acusarle de realeza,
pero cuando el lenguaje no ha concebido
palabra que otorgue el poder de tocar tal belleza,
podemos al menos anclar nuestro sentido
a un término familiar para no extraviarnos
cuando una mano sin pluma estirásemos
con afán de salvación y descubrimiento
en dirección a su misterio.

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